VALLEJO, GEORGETTE (en la foto), SU AMIGA PIZARRO Y PARTE DE SU VIDA EN PARIS
Escribe: Blasco Bazán Vera

En la búsqueda de datos sobre la Literatura de nuestra Región, La Libertad, he acumulando algunos que acrecientan la riqueza cultural que deseamos conocer más sobre César Vallejo, de quien se seguirá hablando siempre, algunos, repetirán lo ya dicho, otros, recrearán lo ya escrito y otros explayarán temas poco difundidos que al presentarlos tomarán la forma de algo casi inédito como el que paso a tratar. Se trata de Alejandra Pizarro y su mensaje sobre Vallejo que ella misma escribiera el año de 1922 en la Revista “Alda” de Lima. La citada mujer fue una acuciosa y distinguida dama de aquellos años. Limeña, fina periodista, que realizó una entrevista a Vallejo a propósito de la salida de su segundo libro.
Observamos que la periodista en su travesía común de trabajo no hace sino culminar una búsqueda incesante que hizo sobre Vallejo que al conocerlo y tenerlo frente, dice de él: “Tenía un rostro noble, la boca firma, la nariz grande, los ojos profundos y vulnerables. Su ropa modesta pero limpia, su piel mestiza, su silencio, le daban un aspecto de caballero provinciano… había algo de animal herido en su expresión. Parecía sentir los dolores y las alegrías de su vida con más intensidad que el resto de los mortales”.
En 1922, Vallejo trabajaba como profesor del Colegio Nuestra Señora de Guadalupe, de Lima; y su primer libro “Los Heraldos Negros” también fue saludado con unas líneas que la Pizarro le dedicó en una revista limeña, despertado por el interés que tuvo por entrevistar a Vallejo cosa que lo consiguió y, abundando en recuerdos, describe al poeta como “Un hombre débil, sensible y sin embargo dotado de una irresistible furia creadora, el saco oscuro que llevaba el vate, la corbata, el pañuelo en el bolsillo, la sencilla y conmovedora distinción natural fueron para mi recuerdos inolvidables” y, no contenta de su feliz hallazgo, relata que ya antes le había seguido por varias cuadras para luego perderlo de vista sin borrar de su recuerdo la vez primera que lo vio caminando en dirección contraria por la antigua calle limeña “Las divorciadas”. A la Pizarro le animaba nada más que, como ella lo indica, compartir la vida de Vallejo, así como ésta le había hecho compartir su poesía.
El día de la entrevista, Vallejo, la recibió en la salita de su casa y su sonrisa demostraba lo poco animado que estaba para responder preguntas; pero, en ningún momento abandonó su lúcida atención. Terminada la tarea y guardada la libreta de apuntes, la Pizarro se levantó para disponerse a partir y miró de frente al poeta y le dijo: “quisiera agradecerle, señor; -¿Agradecerme?, preguntó Vallejo; -Es una cosa mía, respondió Alejandra. Siempre leo sus poemas. Me ayudan a apreciar muchas cosas. Quisiera agradecerle por haberlos escrito, y se despidió”.
Así nació una amistad más para Alejandra Pizarro quien volvió a encontrar meses después al poeta cuando éste salía de una librería de la calle Azángaro de Lima. Ambos se juntaron y caminaron rumbo al Colegio Guadalupe donde lo trató con más intimidad conversaron sobre muchos temas y disfrutaron en una confitería que quedaba muy cerca del colegio.
Así, labrada la amistad entre el poeta y la periodista Alejandra Pizarro, ésta fue conociendo algunas cosas más de la vida de Vallejo, de su familia del norte, de los pocos amigos que tenía en Lima, de su entrega a la poesía y no contenta con ello; al saber que el poeta se embarcaba hacia Europa a pesar del crudo invierno de 1923, fue hacia el Callao para contemplar la silueta del santiaguino, escoltada por la de otros dos hombres que habían ido para despedirlo. Sigilosa se acercó hacia él y casi sin conversar estampó un cálido pero trémulo beso en la mejilla de Vallejo.
Pasaron los años. El Perú fue sacudido por múltiples hechos políticos y sociales. Alejandra, supo sólo noticias breves y patéticas de Vallejo como que su pobreza y su hambre eran iguales a las de muchos compatriotas exiliados en aquellos años. Pero la Pizarro no sabía que después de 21 días de navegación, Vallejo desembarcaba en la Rochela de Francia a mediodía del 13 de julio de 1923 acompañado de su amigo Julio Gálvez Orrego. quien se quedó allí, en cambio César Vallejo, pensaba en París y hacia ella se fue. Conocía por lectura la belleza de sus museos, de sus plazas y de sus hombres. Sabía de las aventuras de Juana de Arco, Santa Genoveva, quienes supieron doblegar a los pueblos con la fuerza de su fe. Del valor de Vercingetorix, héroe de Francia; de la belleza de las iglesias y también de la calidad poética de Víctor Hugo y Charles Baudelaire, especialmente de este último a quien profesaba admiración por su poema “las Flores del mal”.
Por fin, en las primeras horas del 14 de julio se encontró de pronto en una vieja estación, era la estación de Monte Parnaso y con ella se deslumbraba su gran alegría de estar en el mismo corazón de París. El gran sueño de su vida estaba realizado. Atrás quedaba la azarosa Lima, atrás quedaba su bello Trujillo, pero nunca atrás dejó al pueblo que lo vio nacer, su Santiago de Chuco de toda la vida. Paró un taxi, subió en él, se acomodó el sombrero “sarita”, apretó en sus huesudos dedos la casi vacía valija que era lo único que llevaba y ordenó lo trasladen hacia el hotel Des Escoles. Su figura era escudriñada de reojo por el asombrado chofer quien jamás había visto a un pasajero tan callado, tan circunspecto, pero tan lleno de un no se qué indescifrable.
Vallejo, llegó a su destino: El hotel esperado y con él, el sonido de voces que le hicieron soltar una sonrisa. Los franceses antes de soltar una palabra, la rastraban con tanta delicadeza que esta salía acaramelada y sonora. Vallejo no entendía una palabra de aquel idioma a pesar de haberlo estudiado en el Perú pero allí estaba gozándolo y disfrutando la algarabía de los franceses que festejaban la fiesta nacional.
Los días siguientes los pasó recorriendo las calles de París. Tenía frente al bosque de Bologne y al palacio de las Tullerías. Pasó por el barrio latino. Repasó con sus ojos las bellas universidades. Ingresó a las bibliotecas. Visitó museos y con las ansias de hacerse entender, en La Sorbona, trató de perfeccionar su francés escuchando conferencias de toda laya. Aquí en La Sorbona todo lo entretiene y lo alimenta. La innata inteligencia que poseía sale a jugar un importantísimo papel. Ausculta, memoriza, repite lo que escuchaba hasta que logra adaptar magistralmente su oído al Francés al que consigue dominarlo en el sonido pero no la pronunciación. Su ceceo serrano, más bien dicho, santiaguino, le impedirá para siempre dominar el idioma de Víctor Hugo.
Allí estaba César Vallejo, contemplando la hermosura de las bellas francesas comparando su preciosidad con la mujer peruana pero lejos de la ternura que le imprimiera su “andina y dulce Rita de junco y capulí”. Para muchos era un secreto la atracción personal que nuestro vate ejercía sobre las mujeres pero no lo era para Julio Gálvez Orrego que bien lo conocía., por eso aquel momento cuando ambos ya juntos contemplaban la belleza femenina de las francesas muy sutilmente Julio Gálvez murmuró en el oído de Vallejo recordándole: “Aquella francesita me recuerda a la limeña del Palais Concert, para quien escribiste en Lima:
“Vengo a verte pasar todos los días,
Vaporcito encantado, siempre lejos…
Tus ojos son dos rubios capitanes
Tu labio es un brevísimo pañuelo rojo
Que ondea en un adiós de sangre…”
Así pasan los días y los meses para Vallejo tratando de buscar un editor para su novela pero no lo halla. Se vinculó con algunos personajes pero estos fueron en su mayoría estudiantes o artistas que no podían secundarlo en sus aspiraciones. Trató de escribir en un diario pero no dominaba perfectamente el francés y porque además un extranjero, por más méritos que tenga, no entra tan fácilmente a colaborar en las ediciones francesas. Eso comienza a preocuparlo. Termina el verano en septiembre de 1923 y vino el otoño. Llegó esta estación cargada de nubes, preñadas y amenazantes de explotar en fieras lluvias. Los aires cambiaron para dar paso a inusitadas cuchilladas cuya frialdad calaban los huesos. Nuestro vate sintió el rigor del frío y así pudo sortear por primera vez la dureza con que el invierno castigaba a los foráneos. Pasó diciembre de 1923 y presto llegó el siguiente año.
Su amigo Armando Bazán Velásquez, nacido en Celendín en 1901, estaba junto a él y por eso escribió:
“Es bien conocida la dureza de los hoteleros de todo el mundo; pero los de los parisienses es verdaderamente ejemplar. En tres hoteles vivió más o menos bien, César Vallejo, desde julio hasta noviembre de 1923. En el cuarto hotel, de la calle de Cuyas, lo sorprendieron las primeras nieves de diciembre. Allí saben quien es él en términos de finanzas. Un sudamericano que llega con una sola valija y que guarda en el ropero un solo traje y no de muy buena calidad, no puede ser ciertamente un potentado, ni nada semejante. De modo que el patrón está alerta. Durante unos dos meses pagó puntualmente al principio de cada semana. De pronto se retrasa dos días. Le llaman la atención con una esquela. Como no se produce la respuesta buscada, el sexto día, el inquilino encuentra su habitación con cerrojos y candados nuevos. Esto quiere decir que, según Bazán, por primera vez, Vallejo va ha encontrarse a solas “Frente a París, la noche y la honda…”.
Sin sentirlo, la lucha por la supervivencia se había desatado, pero Vallejo no estaba dispuesto a evadirla. Se enfrentaría a todos los ángulos, recovecos y profundidades de la miseria en París. Ahora ya hablaba el francés mejor que muchos parisienses. Tenía múltiples amigos: Artistas, estudiantes, escritores, poetas, embajadores y todos conocían de su valía. Los que ya lo leían sabían que la poesía de Vallejo manaba de fuentes secretas, libérrima, insobornable. Mariano H. Cornejo es uno de los primeros en hacerse merecedor en apoyar a Vallejo luego se anotarían Max Jiménez, Vicente Huidobro, Juan Larrea, Andrés Avelino Aramburu, Pablo Abrill de Vivero, Alfonso de Silva, Macedonio de la Torre, los hermanos Gonzalo, Ernesto y Carlos More y muchos más, que gustosos frecuentaban la morada de nuestro vate que ahora apretado por la economía, había escogido vivir en un hotel mediano de la calle Moliere desde donde tiene al alcance a sus vecinos de enfrente entre quienes hay una niña de “cabello castaño y ojos glaucos” que anda por los 14 años y las nebulosas del ensueño”. Hirondele lleva por nombre, es de talla regular, bien proporcionada, con una delgadez empezando a ser esbelta, su rostro tiene el encanto de una rara belleza, porque su frente es angosta, pero abarca, dibujada a pincel, todo lo ancho de la cabeza. Tiene los labios finos pero carnosos; su nariz es pequeña, un poco respingada, graciosa…su tez presenta la blancura tostada del lirio. Pero, lo que más llama la atención del buen observador son sus ojos verdosos, que cobran a veces tinte violeta en la sombra, y otras veces resplandores de oro iluminado. Era el año 1925 y años más tarde, aquella niña huérfana de padre, vio el momento propicio para unir su nombre bautismal de estirpe gala, al apellido español del poeta. De esa manera y para siempre se llamaría: Georgette Marie Philippart Travers de Vallejo. Ella, sería la compañera de todos los episodios de nuestro poeta. Tristes o felices. Con ella se enfrentó al destino. Con ella sonrío cuando las malas nuevas lo azotaban. Hirondele, ahora Georgette, sería, hasta su muerte, el bálsamo de sus penurias. Esa mujer que sólo tuvo un amor, que fue César Vallejo. Que al final de sus años vivió rodeada de sus 17 gatos y con la única compañía que era Rosa Espinoza que aún vive en el compacto edificio Marsano de Lima. Fueron esos gatos los que le produjeron un accidente que la llevó al final ha tener una vida de ermitaño sometida a beber, café, sedantes, pescado, noticias por la radio, papa sancochada y golpes en la máquina de escribir. Que sus últimos días fueron arrastrados con ella en una silla de madera del hospital militar a su casa y viceversa. Sin silla de ruedas, sin dinero. Que cuando se desplomaba, la volvían a sentar. Fue esta fiel mujer que mantuvo su viudez desde los 30 años hasta su muerte, a los 76 años, el 4 de diciembre de 1984 en el Maisón de Sante de Lima, Perú.
Pues, esas caídas y esas bajadas de la vida siempre estuvieron presentes y a la mano de nuestro poeta. Su amor por la libertad le hizo decidirse por ese camino. La algarabía revolucionaria de ese entonces lo llamó a su lado. Fue tras ella, la abrazó, le estampó un beso en la frente y la siguió hasta las últimas consecuencias.
El año 1937, un año antes su muerte, en plena guerra española, decide ir a Madrid. Y la encontró convertida en un cuartel de milicianos dando lo mejor que tenían: Apenas un traje puesto y su propia vida, en ofrenda de los pobres de España. Entre ellos encuentra a su viejo amigo Julio Gálvez Orrego y a otros peruanos, obreros, médicos, estudiantes. Habla con ellos en sus cuarteles, en sus trincheras. Los ve acudir presurosos a los lugares donde las bombas, dejan edificios derruidos y muertos bajo sus escombros lo que le permitió escribir sus palabras inmortales cargadas de espíritu y valor al decir:
Voluntario de España, miliciano
De hueso fidedigno, cuando marcha a morir tu corazón,
Cuando marcha a matar en su agonía mundial,
No sé, verdaderamente
Que hacer, donde ponerme;
Corro, escribo, aplaudo,
Destrozo, apagan, digo
A mi pecho que acaba, al bien que venga,
Y quiero desgraciarme.
Vallejo, sin descuidar su vena creadora. Todo lo que hizo le sirvió para lanzar sus libros. Elaboraba, rectificaba, pulimentaba febrilmente día a día las piezas que formarían luego “Los poemas Humanos” y luego “España, aparta de mí este cáliz”. Qué hermoso habría sido para nosotros leer algo de lo que Vallejo hubiera escrito sobre su gran amigo Julio Gálvez Orrego. Pero el destino no lo quiso, pues Vallejo murió el año 1938 y a Julio Gálvez Orrego lo fusilaron las fuerzas franquistas, en Madrid, el año 1940.
Este es el Vallejo al que le profesamos admiración. Su vida es un remanso de agua viva. Todo aquel que la necesita, al igual que la samaritana, adquiere vida. Su vida está presta al auxilio y es fuente de inspiración. Muchos escribimos sobre él porque por donde se le mire será el eterno inspirador de múltiples hazañas literarias. Su legendarismo radica en que todo lo que hizo fue todo bueno. Su vida es un espejo de decencia pues antes de arredrarse por los puyazos de la vida supo soportarla con la estoicidad con que Dios sabe cubrir a los hombres de buena voluntad.
El 13 de marzo de 1938, nuestro poeta dijo: “me acostaré un momento a descansar”. El día siguiente permanece en su lecho. Vienen médicos a examinarlo y dicen que no le pasará nada, porque “nunca han visto morir a un hombre que sólo está cansado”. Sin embargo, aparece una fiebre débil, persistente que poco a poco llegará a los 41 grados.
Ya en la clínica, la curiosidad de los médicos se hace desconcierto hasta que alguien exclama “veo que este hombre se muere, pero no sé de qué”.
Durante un mes su poderosa vitalidad se opone a su voluntad de morir hasta que el Viernes santo de abril de 1938 terminó la agonía del poeta rodeado de Georgette, Juan Larrea, Gonzalo More, Toto Mould Távara, el escultor chileno Cuto Oyarzum y su mujer. El día lunes lo enterraron y llegaron más amigos como: Raúl Porras Barrenechea, Francisco García Calderón, Mariano H. Cornejo, Jean Cassou, Luís Aragón, André Malraux, Tristán Tásara y muchos artistas, escritores, franceses y extranjeros más.
Muerto el vate en 1938, muchos años después, fueron llegando al Perú el resto de poemas. Venían de todo calibre: Apasionados, de amor, de dolor, de esperanzas, de calidad humanas. España y América reconocieron el talento de Vallejo. Aparecieron innumerables ediciones de sus obras, libros de crítica, biografías, homenajes y recitales. Fotografías a cual más, traducción de poemas en diversos idiomas y Vallejo, que había tenido una manera de ser tan callada, se convirtió en el peruano más sonoro y universal de la Literatura.
Alejandra Pizarro, personaje de este escrito, se sabe que años después, viajó a París y se dirigió al cementerio de Montparnasse, otra vez, en busca de Vallejo. Cuando lo encontró, viniéronle los recuerdos, y ya, frente al sepulcro del poeta, pensó que talvez le hubiera gustado saber que sus poemas se habían convertido en patrimonio del Perú y de la cultura general… -“Me hubiera gustado conocerte más”, murmuró sobre la tumba del vate a la vez que dulce y tiernamente soltaba uno a uno los pétalos de una flor sobre la piedra con su nombre a la vez le agradecía, una vez más, los maravillosos versos que escribió para nuestra patria. Suavemente se inclinó para besar las frías piedras que cubrían los huesos del César Abraham y raudamente volvió a la ciudad.
Alejandra Pizarro, ya ha muerto, pero allá, en el cielo, seguirá saboreando el placer de haber sido amiga del poeta César Abraham Vallejo Mendoza, de haberlo leído, sentido y tratado intensamente, es decir, bello privilegio para una bella dama que seguirá admirando, más allá de la muerte, la calidad humana de nuestro vate universal






2 comentarios:

Nancy W. De Honores dijo...

Muy Estimado Sr. Bazan,
Felicitaciones por su informacion acerca del "Vaporcito Encantado" de nuestro querido Cesar.

Encontre muy poca informacion de este poema, por eso le agradezco una vez mas, su contribucion.
Sinceramente,
Nancy W. De Honores

Miguel Pachas Almeyda dijo...

Muy emocionado culmino la lectura de este interesante artículo sobre Vallejo y Georgette.

Sin duda César Vallejo representa un patrimonio cultural del Perú, y por otro lado, justo a su tenaz esposa Georgette, representan una pareja paradigmática para las nuevas generaciones, porque siempre demostraron una admirable consecuencia por sus ideales.

Miguel Pachas Almeyda, autor del libro Georgette Vallejo al fin de la batalla. Lima-Perú.